domingo, 24 de octubre de 2010

Entreteniciencia familiar!



Pienso que la memoria de los seres humanos es algo limitado, al menos en mi caso; yo, que a veces me defino como tal. Yo, que otras lo hago como el profesional de la memoria, el administrador del recuerdo colectivo. Yo, que me hago llamar historiador, tengo una memoria limitada.

Pienso que es como el Metro, donde hay que dejar salir para que otros puedan entrar. Y claro, tiene también cierto límite de capacidad, igualmente dilatables mediante esfuerzo y contorsiones. Me pasa que cuando descubro un grupo nuevo, cuando me hablan de una nueva película, un libro o, el ejemplo que más me perturba, un chiste nuevo, mecánicamente, mi mente envía a la papelera de reciclaje al último grupo de la cola, la última película, al último libro del fondo de mi memoria. O ese otro chiste que me cabe. Capacidad limitada.

Desconozco de cuántos GB estamos hablando. Tal vez 100, tal vez 100000. Quizá recuerde 1000 películas, pero no me pidas 1001. Puede que el próximo grupo del que me hablen eche de mi memoria, con un perfecto efecto dominó sobre mi materia gris, a los mismísimos Beattles, o a los Rolling, o al pobre grupo que se haya quedado al borde del abismo del olvido.

Pienso que todos tenemos esa gran limitación, y creo que no es del todo malo. Seleccionas, filtras. Solo me preocupa por las caras. Por esa increíble y molesta habilidad que poseo para olvidarlas, para saludar con expresión de farol de póker a quien me presentaron ayer. Desde hace unos años recurro a un truco, no del todo infalible: la asimilación, los parecidos razonables.

Asumo que he llegado al tope de caras que puedo recordar. Por tanto, las novedades se archivan en mi cabeza en la medida que se me parezcan a alguien conocido: hasta que una forma física no adquiere personalidad propia, mi recuerdo depende de un referente al que se me asemeje.

19 caras nuevas, 19 nombres, 19 vidas desconocidas, y fue a José María a quien primero clasifiqué. Así que este simpático sevillano, loco de las letras, está, y él no lo sabe, muy ligado para mí a mi amigo Gabri, turinés adoptado por Madrid, productor de mínimal, con quien nada tiene que ver. Es su pelo, extrañamente clásico, su desgarbada altura, su espalda, ancha y afable y, sobre todo, esa barbilla afilada, siempre recubierta, y ese punto, donde ésta se junta con el gaznate. Ahí, Gabri y José María son casi el mismo.

A veces me vale un pequeño detalle, una mínima semejanza extrema. Otras veces tengo que mezclar, como Truman buscando y creando cual mosaico, a esa utópica muchacha rubia de ojos saltones. María, la chica de Vigo, es como la unión de María, mi amiga de Pontevea, y Marta, la camarera de Pontevedra. Marta, mi nueva compañera periodista, es la sonrisa y los ojos de Carla, mi compañera en Santiago, con el cuerpo de Laura, la de Vigo que se fue a Granada. Y Paula es en morena Laura la de Vigo, pero la que se fue a Madrid.

Ciertamente. A veces todo esto confunde. Por eso, que no se extrañe Paula si un día le digo: “¿Pero tú cuando eras rubia no conocías a María en Vigo?”, o José María si mañana le pregunto por su nuevo álbum: mi memoria es limitada.

miércoles, 21 de abril de 2010

¿A DÓNDE TE PUEDE LLEVAR UNA TARDE ESCUCHANDO THE BATS?




Sin ciertas certezas no podríamos vivir. Una es la seguridad de que vamos a morir, lo cual podría parecer incongruente; otra, en íntima relación, es la de que vamos a dormir, antes o después, voluntaria o involuntariamente. Ambas lo que hacen es impulsarnos a hacer cosas, a vivir la vida y los días con intensidad, como si, efectivamente, no hubiera un mañana. Otra certeza, que no lo es, es la que nos hace pensar que el mundo, tal y como lo conocemos, no desaparecerá ni se modificará. Tenemos la falsa seguridad, o nos aferramos a su utópica verdad, de que la realidad, nuestra realidad, es inmutable, de que el suelo que pisamos, las casas que habitamos y las calles que nos vieron crecer no cederán ni se transformarán en decrépitos y esfumados recuerdos. Creemos que nuestro reflejo en el espejo no se modifica, no cambia, no envejece, pero no es así. Lloramos al pensar que alguien saldrá del decorado de nuestras vidas, y ni soñamos con la idea de que los ríos, las montañas, continentes e islas puedan cambiar sus formas, y sin embargo lo hacen.
Vivimos con obsesiva confianza en el milagroso acto de la vida humana sobre la tierra, con la soberbia incorregible del pueblo elegido, que incluye una realidad con el arrogante y falso derecho a la inmutabilidad frente al tiempo. Nuestro universo está cerrado aunque alardeemos de abiertas mentes: el rojo ha de ser rojo, y la primavera ha de seguir al invierno. Nuestro primer sistema de valores es el que parte de la más rudimentaria percepción sensorial: una serie de seguridades espacio-temporales que, más desarrolladas, darán lugar a algunas de las bases de la más universalista organización humana: las familias, por ejemplo, los calendarios, los espacios territoriales, los Estados, las clases sociales/estamentos/castas. Y parten de una serie de observaciones que, aunque han de tener en cuenta forzosamente el paso del tiempo (nunca se desconoció el concepto del ciclo), tratan de fijar en nuestra conciencia (individual y de grupo) unos pilares conceptuales, unas certezas, seguridades inmutables que componen nuestra realidad. Por eso, por ejemplo, el contacto con otra forma de vida extraterrestre trastornaría tanto a la humanidad, porque ataca a uno de esos pilares: la universalidad del ser humano, su individualismo en la realidad, el absolutismo del antropocentrismo que reina en lo más profundo y básico de nuestra conciencia.
Miro el mapa, un día como hoy, y pienso en la seguridad que supone para los habitantes de un planeta que las formas de éste no varíen. Que podamos decir, no sólo que mis padres, mis abuelos y bisabuelos fueron tailandeses, sino que Tailandia ha sido siempre lo mismo, es una importante certeza. No en el sentido político, sino que Tailandia siempre ha sido el mismo pedazo de tierra inamovible e invariada a través del tiempo, la misma forma sobre la piel de la tierra: un hogar perfectamente inmutable, una realidad a prueba de transformaciones.
Y lo que pienso al mirar el mapa de Indochina es que apenas conozco los hogares donde descansan mi alma y mi conciencia: tanto el mismo planeta, como mi Europa, mi España y mi casa, que aún tiene rincones inexplorados, como mi propio cuerpo y mi ser, el mismo que creo que tampoco cambia, como no cambia (o no ha de cambiar) el dibujo de la Tierra. Entonces, será por la primavera, que ya empieza a hacer efecto, me entra el nervio del explorador, del pionero buscador de lo desconocido. Miro el mapa y pienso. Indonesia, Myanmar, Laos, Vietnam…todos tiene formas extrañas, estiradas, repartidas a jirones sobre el Océano Índico, apenas forman parte de mi realidad, y sin embargo ahí han estado siempre, brillando las luces de sus ciudades sobre un tembloroso y oscuro abismo. Y todas aquellas islas, tan perdidas, tan distantes, en medio de la más absoluta inmensidad del Pacífico; solas, incomprendidas y abandonadas de Dios, burlas de la naturaleza al infinito poder de Poseidón. Me pregunto por la vida allí: en Mapumai, Mauke, en la Islas Cook, en el atolón Palmyra. Cómo han llegado esas pistas de aterrizaje que se ven en el GoogleMaps allí? Cómo el hombre puede haber llegado allí? Son lugares inabarcablemente invisibles pero, increíblemente, alguien los divisó, atracó en ellos, los exploró y, no solo los descubrió y conoció, sino que los dio a conocer a toda la humanidad. Siempre digo que la geografía es terrible, pero sé que me equivoco.
Me he imaginado siendo un intrépido explorador británico de época victoriana, excéntrico y un tanto polémico… No, mejor un pobre pringao del ejército, un soldado al servicio del geógrafo y topógrafo Capitán Vladimir Arseniev, de Dersu Uzala. Pero en vez de avanzar sobre la tundra, en los parajes más remotos y desolados de la Unión Soviética, cerca ya del Mar del Japón, yo navegaría entre las islas perdidas del Océano Pacífico, sobre la segura y soleada cubierta de un enorme barco todoterreno. Me he imaginado construyendo allí, llevando pedazos de civilización a mundos inhóspitos pero acogedores, deshabitados. Pero entonces se sacian mis ansias, o se adormecen, porque el buen explorador es el que no busca certezas, es el que simplemente busca: para encontrar, para saciar su adicción a los desconocido o, precisamente, para huir de falsas seguridades, envolventes y anestésicas.
Hoy se han saciado mis renacidas y poco exigentes ansias. Más que otra cosa, más que ser un Livingstone imaginario, quería sentir en el moño el aliento humanizador de un cariñoso Stanley de turno que persiguiera la estela de mis sueños, de esos que me llevan cada vez más lejos del suelo y de la tierra, pero más cerca de todas esas pequeñas y preciosas islitas derramadas por el Océano. A pesar de todo, desde el punto de partida, esta tarde no me ha llevado muy lejos: de la economía contemporánea de los tigres del Sudeste asiático hasta las fronteras del flujo horario, hasta el alba más temprana del planeta.